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Pronunciamiento por el inicio del Cónclave
Cátedra de Teología Feminista
Hoy, al comenzar el cónclave que dará forma a la elección de un nuevo papa, las mujeres nos encontramos nuevamente en una encrucijada histórica. En un espacio en el que nuestra voz ha sido sistemáticamente silenciada y relegada, hoy nos reafirmamos como parte fundamental de una Iglesia que, aún en sus estructuras patriarcales, ha sido sustentada, sostenida y renovada por la fuerza, la fe y la lucha de tantas mujeres. No pedimos que se nos dé voz, porque siempre hemos hablado; exigimos, más bien, que nuestras voces sean escuchadas y que nuestra lucha por una Iglesia más inclusiva, más justa y más humana se haga realidad.
Como mujeres que creemos en una Iglesia que es lugar de encuentro y liberación, no solo esperamos una reforma institucional o doctrinal superficial. Sabemos que lo que se requiere es una transformación profunda, una que nos permita finalmente reconocernos como iguales dentro del pueblo de Dios. La historia de la Iglesia, con su estructura jerárquica y patriarcal, ha borrado nuestras historias, deslegitimado nuestras teologías y negado nuestra capacidad de liderazgo, tanto en el ámbito espiritual como en el teológico. Las mujeres hemos sido objeto de una doble exclusión: por un lado, por ser mujeres, y por otro, por nuestra pertenencia a una Iglesia que, a pesar de su mensaje de salvación, ha construido una praxis excluyente y dominadora.
A lo largo de los siglos, hemos sido testigos y protagonistas de la vivencia de una fe que no ha estado exenta de sacrificios. La experiencia de las mujeres en la Iglesia ha sido una historia de resistencia, de silencios rotos, de luchas por nuestros derechos dentro de las comunidades cristianas. Hemos sido las que hemos sostenido la fe en los hogares, las que hemos educado a las generaciones más jóvenes, las que hemos cuidado a los enfermos y a los más necesitados, las que hemos servido, sin reconocimiento ni retribución, pero con una convicción profunda de que nuestra presencia es sagrada. Sin embargo, ese mismo servicio que hemos brindado ha sido utilizado para justificar nuestra subordinación. Buscamos que se nos reconozca como iguales, con la capacidad de contribuir al cuerpo de la Iglesia, no solo como madres y esposas, sino como líderes, teólogas, pastoras y creadoras de nuevas formas de vivir la fe.
La Iglesia, en sus altos niveles jerárquicos, ha sido siempre un espacio de poder cerrado para nosotras. Mientras que los hombres pueden tomar las decisiones, estructurar los discursos y definir la doctrina, a nosotras se nos ha dicho que nuestro lugar está en lo privado, en lo doméstico, en lo que no se ve ni se reconoce. Pero las mujeres sabemos, con certeza, que nuestra vivencia del Evangelio es igualmente radical. Nosotras también interpretamos, nosotras también teologizamos, nosotras también construimos y desafiamos el sentido de lo sagrado.
Desde los márgenes de la Iglesia, las mujeres hemos sido testigos de cómo la jerarquía eclesial ha privilegiado un discurso excluyente, que no solo ha marginado nuestras voces, sino que también ha reforzado sistemas de dominación y opresión. La negación de nuestro lugar en los altares, la exclusión de nuestras voces en los concilios y la invisibilización de nuestras experiencias y saberes teológicos son prácticas que no pueden continuar siendo toleradas. No queremos solo unos pocos espacios de visibilidad o una reforma que, al final, no cambie la estructura central del poder. Necesitamos una reconfiguración completa de la Iglesia, que parta del reconocimiento radical de la dignidad de cada mujer, que implique la ruptura de los sistemas de poder que han mantenido la Iglesia al servicio de un modelo patriarcal y autoritario.
Es cierto que el pontificado de Francisco ha dado algunos pasos hacia una mayor inclusión, ha hablado de la sinodalidad, ha propuesto un modelo de Iglesia más participativa y cercana a la gente. En algunos momentos, incluso ha abierto pequeños resquicios que nos permiten imaginar que la Iglesia podría ser otro lugar: uno donde las mujeres, las disidencias, los pobres, los migrantes y los oprimidos encuentren espacio para vivir su fe de manera plena. Pero, por otro lado, también debemos reconocer que este pontificado no ha logrado romper con los paradigmas fundamentales que limitan la participación real de las mujeres en los espacios de poder. Las mujeres seguimos sin poder acceder a cargos de decisión, seguimos sin ser reconocidas como teólogas de pleno derecho, seguimos siendo vistas como subordinadas dentro de la estructura eclesial.
Este cónclave, por lo tanto, no solo es un momento de esperanza o de incertidumbre en torno a la elección de un nuevo papa. Es un llamado a una reflexión profunda sobre el futuro de la Iglesia y el papel que las mujeres debemos jugar en ese futuro. En este cónclave, las mujeres de la Iglesia, desde nuestras luchas y desde nuestra fe, exigimos que el próximo papa no solo hable de la inclusión, sino que actúe en consecuencia. Exigimos que la Iglesia rompa con la herencia patriarcal que ha marcado su historia y que reconozca que el futuro de la fe no puede concebirse sin la participación plena de las mujeres.
Deseamos que el Espíritu, que nos ha guiado en todos los momentos difíciles, continúe iluminando nuestros pasos, que siga abriendo esas pequeñas grietas que se han abierto en el pontificado de Francisco y que permitan que se derrumben las barreras de exclusión. Queremos una Iglesia que sea más humana, más cercana a los pobres, más inclusiva, más respetuosa de las diferencias, una Iglesia que sea capaz de acoger y no de excluir, una Iglesia que recupere su dimensión de comunión, de amor y de justicia.
Nos unimos a las mujeres de la Iglesia que, en todo el mundo, siguen luchando por ser escuchadas, por ser reconocidas, por ser incluidas en todos los ámbitos de la vida eclesial. Nos unimos a aquellas que, día a día, desafían las estructuras de poder que nos han mantenido en los márgenes. Nos unimos a aquellas que, desde el silencio o desde la protesta, siguen trabajando por una Iglesia más justa, más inclusiva y más radicalmente amorosa.
Al inicio de este cónclave, oramos para que el Espíritu Santo, que es el verdadero guía de la Iglesia, siga iluminando el camino. Oramos para que los cardenales se dejen guiar por el clamor de las mujeres y de los pobres, y que, en su elección, no solo se piensen a sí mismos o a la institución, sino que escuchen la voz de aquellos y aquellas que han sido silenciados y excluidos. Oramos para que, a través de esta elección, se abran las puertas de una nueva Iglesia, una Iglesia que, finalmente, sea el reflejo de la dignidad, la igualdad y la libertad que Dios quiere para todos sus hijos e hijas.
Otra Iglesia es posible. Y la estamos construyendo, día a día, desde nuestras vidas, desde nuestros cuerpos, desde nuestras luchas. Que el Espíritu nos dé la fuerza para seguir adelante.


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