"Amor en la Noche: Una espiritualidad feminista desde la vulnerabilidad de Jesús" Martes santo

15.04.2025

En el marco del Martes Santo, cuando la liturgia cristiana nos introduce más profundamente en el misterio de la pasión de Jesús, el texto del evangelio según Juan (13,21-33.36-38) se presenta como una invitación a detenernos en la vulnerabilidad humana, en las traiciones cotidianas y en las rupturas de las relaciones que, paradójicamente, son el escenario donde la esperanza y el amor radical pueden también manifestarse. Desde una mirada de teología feminista, este pasaje nos interpela a leer entre líneas las estructuras de poder, las emociones silenciadas, y la presencia encarnada de un Dios que, en medio de la traición y el abandono, sigue optando por el amor como camino de resistencia.

Jesús se turba en su espíritu. Esta turbación no es menor, y el texto no la oculta. Se trata de una experiencia emocional intensa, un movimiento interno que desestabiliza. La teología feminista, con su insistencia en rescatar las emociones como lugar de conocimiento teológico (Isasi-Díaz, 1996), nos lleva a reconocer en esta turbación un acto profundamente humano y divino. Jesús no es un ser imperturbable, ajeno al dolor de la traición; es, por el contrario, alguien que siente profundamente, que se deja afectar por la inminencia del abandono, por la deslealtad de quienes ha amado. En esta emocionalidad se revela una espiritualidad encarnada que se aleja de los modelos patriarcales que glorifican la racionalidad y la contención como virtudes supremas. Aquí, el amor no es aséptico; duele, se arriesga, y en ese riesgo encuentra su verdad más honda.

La figura de Judas aparece como alguien que comparte la mesa, el pan, la intimidad. Jesús no lo excluye, no lo delata públicamente, no lo acusa ante los demás. En una acción cargada de simbolismo, le da un trozo de pan untado, un gesto que en el contexto cultural de la época podía leerse como un acto de afecto, incluso de honra. ¿Cómo puede un gesto tan íntimo ser, a la vez, el signo de la traición? Esta ambigüedad no debe escandalizarnos. Desde una hermenéutica feminista, podemos reconocer en esta tensión la complejidad de nuestras propias relaciones humanas, donde el amor y la traición a menudo se entrelazan. No hay en el texto un juicio moral cerrado, sino una revelación: incluso en el acto de traicionar, seguimos siendo parte del cuerpo colectivo, seguimos recibiendo el pan. Y esta verdad es profundamente liberadora, pues nos saca del binarismo que divide a las personas entre buenas y malas, leales y traidoras, dignas e indignas (Ruether, 1983).

La teología feminista, al cuestionar las estructuras excluyentes del cristianismo tradicional, insiste en mirar más allá de las apariencias. Judas es figura de todas aquellas personas que, por acción u omisión, han fallado, han caído, han huido del amor. Pero también es figura nuestra. En ese trozo de pan que Jesús ofrece no hay desprecio, hay una entrega. Una entrega que desarma, que desconcierta. Jesús sabe lo que viene, y aun así, entrega el pan. Esta imagen nos recuerda que el amor cristiano no es una transacción, no se da en la medida en que se recibe. Es un acto libre, incluso cuando la respuesta es el rechazo. El amor no se retira ante el peligro; se expone, se arriesga, se ofrece de nuevo.

La salida de Judas está marcada por una frase breve pero contundente: "Era de noche". Esta noche no es sólo una referencia temporal. Es una señal de la oscuridad simbólica que envuelve a quienes se alejan del amor, a quienes optan por el poder, el miedo o el egoísmo. Sin embargo, esa noche no es definitiva. Desde una lectura feminista de la esperanza, podemos intuir que ninguna noche es eterna. La noche también es lugar de gestación, de espera, de transformación. En muchas espiritualidades femeninas y feministas, la noche es reconocida como espacio sagrado, como matriz donde se gesta la nueva vida (Gebara, 2003). Judas sale a la noche, pero nosotras sabemos que incluso en la noche, la gracia puede actuar, silenciosa y persistente.

Jesús, en contraste, habla entonces de la glorificación. No una glorificación entendida como exaltación triunfalista, sino como manifestación radical de Dios en el amor hasta el extremo. Esta glorificación se da no a pesar de la traición, sino en medio de ella. Es en la fragilidad, en la vulnerabilidad, donde Dios se manifiesta. Esta afirmación trastoca las lógicas del poder patriarcal que ha vinculado la divinidad con la fuerza, la victoria, la omnipotencia. Desde la teología feminista, afirmamos que el poder de Dios es el poder de la relación, del cuidado, de la entrega libre y amorosa. Es poder que sostiene, no que domina; que acompaña, no que somete.

Jesús llama a sus discípulos con ternura: "Hijitos". Este diminutivo, a menudo subestimado o suavizado, expresa una relación de intimidad que también puede pensarse en clave materna. ¿Puede un hombre encarnarse en un lenguaje que rompe la lógica patriarcal y asume la ternura como forma de liderazgo? La teología feminista diría que sí. Jesús es madre también, como lo han dicho muchas místicas medievales, entre ellas Juliana de Norwich, para quien Cristo es "nuestra verdadera madre" (Juliana de Norwich, 1998). Esta maternidad no es biológica, es una categoría relacional, simbólica, espiritual. Implica cuidado, compasión, enseñanza, consuelo. En este texto, Jesús se despide como una madre que sabe que su partida dejará un vacío, pero también sabe que sus hijas e hijos encontrarán el camino.

Pedro, impulsivo, promete dar la vida por Jesús. Su promesa es grandilocuente, pero Jesús lo confronta con una verdad dolorosa: lo negará tres veces. Esta predicción no es un castigo, es una advertencia amorosa. Desde la teología feminista, podemos ver en este intercambio la fragilidad de las promesas hechas desde el ego. Pedro quiere ser fiel, pero no ha comprendido aún el tipo de fidelidad que Jesús propone. No se trata de heroísmo, sino de presencia amorosa y constante. En muchas tradiciones femeninas, la fidelidad no se mide por los gestos grandilocuentes, sino por la permanencia cotidiana, por la constancia silenciosa, por el cuidado persistente. Jesús sabe que Pedro aún no ha llegado allí. Y no lo condena por eso. Lo mira con ternura, le dice la verdad, y lo deja caminar su propio proceso.

Esta escena, en su conjunto, puede ser leída como una pedagogía del amor encarnado, un amor que no idealiza, que no exige perfección, que no excluye a quienes fallan. En una comunidad marcada por la traición, la duda, el miedo y el abandono, Jesús siembra la semilla del amor que resiste. Esta semilla germinará no en las lógicas del poder, sino en las comunidades que se atrevan a amar como él amó: sin condiciones, sin garantías, con la libertad radical que sólo puede brotar de un corazón no dominado por el miedo.

Desde una mirada situada, es necesario decir también que este texto nos convoca a pensar nuestras propias traiciones. ¿A quiénes hemos negado, por acción u omisión? ¿A quiénes hemos excluido de nuestra mesa? ¿Qué relaciones hemos descuidado por priorizar el éxito, el miedo, la comodidad? Las teologías feministas nos invitan a reconocer que la transformación no comienza con el juicio hacia otrxs, sino con la conversión de nuestro propio corazón. Y esa conversión no es un acto instantáneo, sino un proceso, un camino de vuelta a la fuente del amor.

En estos días santos, muchas personas volverán a escuchar estos textos desde los púlpitos, tal vez en lenguajes masculinizados, tal vez con interpretaciones que refuercen la culpa o el sacrificio entendido como anulación de sí. Frente a eso, la teología feminista levanta su voz para recordar que el Evangelio no es una historia de sufrimiento impuesto, sino de amor encarnado. Jesús no muere porque Dios lo exige, sino porque su opción radical por la justicia lo pone en conflicto con los poderes establecidos. Y aun así, no deja de amar. No deja de ofrecer el pan, de mirar con ternura, de abrir caminos de regreso.

En este Martes Santo, el relato de Juan nos interpela a vivir desde una espiritualidad de la vulnerabilidad, donde amar no sea sinónimo de poseer, sino de ofrecer. Donde la traición no sea el fin, sino un punto de inflexión. Donde la noche no sea condena, sino posibilidad de nuevo amanecer. Y sobre todo, donde la comunidad no sea el lugar de la perfección, sino de la gracia compartida, del perdón que nos reconstruye, del pan que nos une más allá de nuestras fallas.

En última instancia, este texto no nos habla sólo de Judas o de Pedro, nos habla de nosotras mismas. De nuestras luces y sombras, de nuestras caídas y de nuestra capacidad de volver a amar. Jesús, desde su cuerpo marcado por la emoción, por la ternura, por la conciencia clara de lo que se avecina, sigue llamándonos hijxs y en ese llamado, nos regala la posibilidad de vivir una espiritualidad que no teme la oscuridad, porque sabe que en ella también arde la luz del amor que no muere.

Referencias

Gebara, I. (2003). Teología ecofeminista: ensayos para repensar el conocimiento y la religión. Editorial Trotta.

Isasi-Díaz, A. M. (1996). En la lucha: Elaboración de una teología mujerista. Abingdon Press.

Juliana de Norwich. (1998). Revelaciones del amor divino. Ediciones Sígueme.

Ruether, R. R. (1983). Sexism and God-Talk: Toward a Feminist Theology. Beacon Press.